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Como es de recibo, la declaración unilateral de independencia votada en el parlamento de Catalunya, aunque durara formalmente siete u ocho segundos (el tiempo que tardó la presidenta del Parlament en ordenar al secretario de la Cámara que hiciera constar que no tendría efectos jurídicos), no era admisible en un Estado de derecho.

De entrada, porque el Parlament no tenía competencias para tal declaración formal; aunque nadie se rasga las vestiduras cuando se entra en declaraciones que afectan a la esfera internacional. Son frecuentes declaraciones y condenas contra la falta de respecto a los derechos humanos en países con los que mantenemos muy buenas relaciones y pasan sin pena ni gloria porque, es de cajón, que no alteran un ápice las relaciones diplomáticas. Con la DUI no fue así porque la escenografía orquestada por los independentistas tuvo todo el attrezzo de las grandes convulsiones políticas. Muy lejos de la tapada consulta impulsada por Artur Mas en 2014.

Los indultos eran necesarios porque las sentencias eran excesivas, si se atiende a la materia delictiva estricta, en comparación con figuras delictivas parecidas en otros estados europeos; sobre todo de nuestro entorno de referencia democrática: la Europa que fundó la Unión Europea, no precisamente la de algunos países de tradición más bien autoritaria.

El tribunal sentenciador del ‘procés’ se fundamentó en una ley jurídicamente anacrónica y extensiva, por la que pueden entrar, a criterio de los tribunales, una discrecional gama de supuestos. Por eso, la sentencia por sedición, al parecer de muchos y entre ellos juristas prestigiosos que incluso están por la desaparición del supuesto, fue injusta porque la fuente de derecho, la ley que establece el delito de sedición aunque modificada en 1995, se inserta en el aparataje jurídico de un sistema judicial duro; diseñado para legitimar la dictadura y su forma de gobierno. No ayudó, tampoco, que el tribunal sentenciador no fuera sensible a los argumentos de las defensas y diera, en cambio, toda la credibilidad a los hechos expuestos por la fiscalía, refrito exacto de los atestados de la Guardia Civil. Opinión sin duda de parte, cuando se trata de un cuerpo francamente impopular en Catalunya que operaba, diríase, en tierra hostil.

Este momento de los indultos coincide, en el tiempo, con la entrada de la sentencia del Supremo a trámite en el tribunal europeo. Algunos piensan que el Gobierno, con los indultos, trataría de minimizar el revés que la justicia europea pudiera dar al tribunal sentenciador del ‘procés’ por la dureza de la sentencia; por un delito generalmente inexistente en la Europa de tradición democrática.

Sea como fuere, se trata ahora de volver al espacio de la política. El desencuentro entre Catalunya y el Estado, respaldado sin duda por la mitad del electorado catalán, debe de volver a la política. La cuestión catalana, que así la llaman los historiadores al menos desde principios del siglo XX, nunca debió judicializarse. Lo consiguió la abogada del Estado con dos años escasos de ejercicio, Soraya Sáenz de Santamaría , convenciendo al expresidente Rajoy de llevar el tema a los tribunales. El presidente ausente, el que pasaba por ahí, debería ser encausado por dejación de funciones al no haber querido tratar un tema político desde la política, como era su obligación.

Nos escandalizamos de que los indultados hayan salido de las cárceles con el signo de la victoria, con la cabeza alta y reafirmándose en su convicciones. Se hubiera querido que salieran con las cabezas agachadas como los militares del Sahara español cuando abandonaron la colonia a la suerte de lo que dispusiera Marruecos.

Claro que en 1975 eran otros tiempos. Resulta que Marruecos montó la Marcha Verde que no llegó a ser la de San Quintín porque en España, en plena crisis política y con Franco agonizando, prevaleció el sentido común: la negociación.