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Asistimos a una ola de fenómenos meteorológicos devastadores que causan muchos daños, muchas víctimas, mucho dolor y mucha impotencia. Nos dicen que son consecuencia del cambio climático y que no harán sino ir a peor, que cada vez serán más graves, más frecuentes y más impredecibles. Vivimos una verdadera lotería de las tragedias que pueden producirse en cualquier lugar y a cualquier hora: inundaciones, incendios, olas de calor, de frío…

Duele, y mucho, ver los terribles efectos de las inundaciones en Alemania, Japón o China, el daño que causan los incendios en California y en Siberia. No debe haber víctimas de primera y de segunda, pero quizá que esa macabra lotería recaiga en los países más ricos y en los que más contribuyen al calentamiento global sea algo que dé la razón al viejo dicho de que «no hay mal que por bien no venga». Aunque las consecuencias de las inundaciones hayan sido terribles en Alemania, siempre serán menores que si hubieran pasado en cualquier país africano o latinoamericano donde el número de muertos habría sido mucho mayor y las ayudas a las víctimas infinitamente menores. Los países desarrollados cuentan con más infraestructuras y medios para hacer frente a las tragedias. En nuestro mundo de hoy, además, vale mucho menos la vida en un país subdesarrollado que en uno de los ricos. La muerte de cien alemanes llena las portadas de todos los periódicos; la de miles de etíopes o sudaneses ni siquiera aparece en la última página.
No es casualidad, además, que los países desarrollados sean quienes más contribuyen al calentamiento global y, por tanto, quienes más pueden hacer para combatirlo. Poco, muy poco pueden hacer Perú, Tailandia o Etiopía para frenar el cambio climático si lo comparamos con lo que efectivamente pueden hacer Estados Unidos, Europa, China o Rusia. Por eso, admitiendo que estas tragedias son ya inevitables después de tantos años de desoír las advertencias de los científicos y admitiendo también que lo único que puede diferenciarlas es que pasen en países ricos o pobres, el mal menor al que se enfrenta la humanidad es que estas tragedias ocurran en los países ricos. Quizá así el número de víctimas sea menor y quizá, también, sea la única forma de que nos demos cuenta de que hemos abocado al planeta tal y como lo conocemos a su desaparición y obliguemos a que nuestros políticos, al fin, se quiten las gafas cortoplacistas electorales y aprendan a mirar a la realidad más allá de sus narices. En esta macabra lotería jugamos todos y lo que nos jugamos es nuestra vida y la de nuestros hijos.