Un día del pasado mes de abril, en el cual necesitaba encontrar la placidez que la primavera me entorpecía, decidí observar desde mi ventana el jardín para encontrar en la naturaleza la paz de la que carecía mi mente. Al poco tiempo me llamaron la atención dos pajaritos que intermitentemente salían del almendro y que al poco rato volvían a introducirse en él, llevando en el pico un minúsculo trozo de rama. Observé varias veces el trasiego imparable de esas dos aves incansables hasta que entendí lo que estaban haciendo, habilitar la llegada de su prole. Esto me dio gran parte de lo que necesitaba y así pude dedicarme a otra actividad más habitual. Olvidado tal suceso, tres meses más tarde, ya en pleno verano, intentando a primera hora de la mañana recibir un poco de frescor, me paseé por el jardín y miré con estupefacción el almendro que tres meses antes me había proporcionado el placer de observar la increíble actividad frenética de aquella pareja de avecillas. Y en el suelo de la vertical exacta del lugar por el que entraban y salían aquellos seres voladores observé en tierra algo que me llamó poderosamente la atención. Algo que no podía ser otra cosa que la obra que aquellos pajaritos hicieron el pasado mes de abril. Efectivamente, era un nido, su nido, donde debieron haber puesto e incubado sus huevos, los cuales ya debían haber proporcionado nuevos pajaritos igualmente sabios.
La estupidez humana
Palma21/09/21 3:59
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1 comentario
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Excelente artículo..que me ha recordado una bucólica columna de Baltasar Porcel..y al gran Einstein, claro, que como buen judío era inteligente e irónico y, por eso, como única certeza, nos recordó la infinitud de la estupidez.