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En todas las grandes ciudades que visitamos nos quedamos admirados por los parques, con sus lagos con patos y cisnes, sus arboledas, sus praderas de césped para hacer picnic, sus parterres de flores, plazas donde juegan los niños y los abuelos conversan. Palma es una ciudad sin parques. En el sentido decimonónico y romántico de la palabra. Aquí apenas llueve y las especies arbóreas autóctonas no dan para mucho. Las administraciones tampoco contemplan ese diseño clásico que conlleva un enorme esfuerzo de mantenimiento y elevados presupuestos. Quizá por eso nuestros parques resultan desangelados. Tampoco la escasa calidad humana de algunos palmesanos contribuye a que deseemos disfrutar de esos espacios públicos que deberían ser nuestros favoritos.

Las pintadas, las papeleras repletas de desperdicios, el mobiliario urbano destrozado... y últimamente las peleas callejeras. Al más puro estilo West Side Story pero sin canciones ni coreografía. O sea, gentuza arreando porrazos a otra gentuza. Y eso, que de por sí es terrible, ocurre a plena luz del día y también de noche, casi en todos los parques de una ciudad que pierde calidad de vida cada día que pasa. Zonas de Palma antaño bien consideradas se han degradado por la presencia de estas pandillas de indeseables que hacen de la violencia y el mal gusto sus banderas.

Alcohol, drogas, peleas, gritos, carreras de motos, sexo en público, gente que caga y mea y vive en la calle... son los inesperados invitados a los que nadie quiere tener cerca. Tal vez no se pueda hacer nada con ellos, son irrecuperables, pero sí devolver la tranquilidad a los vecinos con más presencia y contundencia policial.