Tengo una amiga algo despistada. Ha aprendido que no se puede controlar la vida, ese ir y venir de vaivenes inesperados, pero se esfuerza por no perder el rumbo. Colecciona momentos y lugares. Los momentos vividos con intensidad son un tesoro. Los lugares que ama son puntos de luz en su ciudad, a veces oscura. Por eso necesita buscarlos a menudo, regresar siempre, disfrutarlos.
El otro día fue a un bar que conoce desde hace años. Ha ido muchas veces, porque le gusta convertir las pasiones en hábito. Como siempre, buscó un rincón tranquilo, en la zona del jardín, intentando aprovechar los escasos rayos de sol.
Encargó una bebida, algo para picar, y se sorprendió de la cantidad de gente que había en el local. La mayoría eran turistas. Con las invasiones extranjeras, tan necesarias para la economía de las Islas, bien lo sabía, los lugares perdían algo de gracia y un mucho de carácter.
De repente empezó a llover. Caía la lluvia con una fuerza inusitada tras el sol. Mi amiga vio que a escasos metros de su mesa había otra resguardada de la lluvia por una sombrilla. Se levantó para refugiarse ahí pero una niña alemana, rauda embajadora de una numerosa familia que la seguía, se le adelantó. La criatura la observaba con expresión retadora, la punta de la lengua apuntando como un dardo entre sus labios. Mi amiga preguntó a la camarera si podía buscarle acomodo en una mesa del interior, pero la respuesta fue un escueto: «Todo lleno». En el bar vio una fila de turistas al acecho de la primera mesa que pudiesen ocupar. Ella no había bebido aún ni un sorbo de su Coca-cola cero, ni había probado las aceitunas, ni la media ración de patatas que, después de una paciente espera, acababan de servirle.
Se levantó sin prisa. Cruzó el bar con estudiada parsimonia, esperando que alguien le preguntase a dónde iba. Nadie le dijo nada. Se entretuvo unos minutos en la puerta mirando la lluvia. Nadie la vio. Abrió su paraguas con algo de pena por su bar, donde tantos buenos momentos había vivido. No se decidía a dar el primer paso. Escuchó el bullicio de las conversaciones en idiomas distintos, intuyó la indiferencia y el caos. Se marchó sin pagar.
4 comentarios
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Y pagó el camarero…
...se marchó y a su barco le llamó libertad....
olé la senyora... salvo por el simpa... los simpas nunca son simpáticos, debería haber dejado las moneditas de rigor, cuidando que la niña no se las sisara al negocio, por supuesto...
Diversificar o desaparèixer com a societat. El turisme ha de representar un %, no el 100%. Ha de valer la pena estudiar, sinó sempre serem servents