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Hace años que no veo películas de violencia porque cada vez me angustia más percibir el sufrimiento. Supongo que será la edad, que me hace más consciente, no sé si de la muerte, pero sí del dolor. En alguna ocasión me salto esta norma para no perderme alguna joya fílmica o aprender historia a través del cine educativo, pero me niego a tragarme producciones que simplemente destruyen valores y enaltecen la perversión. Por eso no he visto la famosísima serie El juego del calamar. Se me puede acusar de no disponer entonces del criterio necesario para juzgarla, pero he leído lo suficiente para tomarme la osadía.

No hay nada positivo ni sano en un argumento que reta a personas en situación extrema de pobreza o salud a participar en una competición a vida o muerte para llevarse un premio de 33 millones de euros. Un ‘gran hermano' despiadado que hurga en la desesperación humana para convertir en un circo moderno el mismo sadismo que demostraron los romanos con sus luchas de gladiadores. El espectáculo popular obligaba a enfrentarse hasta morir a marginados, esclavos o condenados. Hasta 50.000 espectadores ávidos de sangre contemplaban estos festejos en el Coliseo romano. Era el año 80. En 2021 son 111 millones de sujetos pegados a una pantalla para ver la serie. Una ficción, pero que ofrece una sordidez moral extremadamente peligrosa, especialmente para niños y jóvenes educados ante una violencia explícita que tienden a normalizar.

La trama utiliza juegos tradicionales infantiles que resultan letales. Un gancho perfecto para chavales, atraídos ya por videojuegos agresivos que premian la destrucción de vidas. La existencia se traduce en un valor indecente en la serie: 72.000 euros cada concursante. Y ahí está, acumulando audiencia sin freno en una plataforma que se lava las manos indicando que no es apta para menores de 16 años. Y ahí están millones consumiéndola, sin capacidad crítica, carne de cañón para la violencia real.

Los docentes y psicólogos alertan del riesgo que supone para la educación de los niños, que ya emulan la serie en el patio del colegio, con ejecuciones fingidas que ya se han traducido en golpes. Algunos tienen 8 años. Y eso significa que hay padres que alientan o no controlan lo que consumen sus hijos, con barra libre a internet y plataformas de pago. No son histerias de los expertos, como evidenció el chaval de Alaró que se cargó a su padre imitando un videojuego o los holandeses que eligieron un compatriota al azar en el Arenal y lo mataron a golpes. Trasladar a los chavales el mensaje de enriquecerse sin esfuerzo es reprobable, pero hacerlo disfrutando del sufrimiento ajeno es deleznable.

Faltan series que ensalcen buenos valores, que ayuden a educar, aprovechando su capacidad de influencia. Sobran ejemplos que pisoteen la dignidad humana y pulvericen la solidaridad y la honradez.