Ayn Rand apostó siempre por el uso de la razón como único instrumento para la transformación del mundo, siguiendo así las ideas del siglo XVIII o de las Luces. Sin embargo, Rand también se sintió atraída paradójicamente por el Romanticismo, que tanto tiene de irracionalismo. El porqué de esta contradicción hay que buscarla en el mutuo interés de la filósofa y los románticos por el individuo concreto en tanto que luchador para el logro de sus fines particulares. «Mi filosofía, en esencia, es el concepto del hombre como un ser heroico (…) y con la razón como su único absoluto» declara Ayn Rand, cuyo vitalismo parte (como en Nietzsche) de la afirmación radical de la persona activa, emprendedora, inteligente y excepcional, o sea, la persona perseguida y asfixiada generalmente por el resentimiento de los aletargados en la mediocridad, la abulia o impotencia, los que con sus códigos morales frenan y coartan toda creación de valores transformadores.
A Ayn Rand también le entusiasma la idea romántica del poder de la voluntad como fuerza impulsora del destino personal, el que de ninguna manera está o debe estar determinado por dinámicas fuera del control del individuo: «El Romanticismo vio al hombre como un ser capaz de elegir sus propios valores, de alcanzar sus objetivos, de controlar su propia existencia. Los escritores románticos no registraron los eventos que habían ocurrido, sino que proyectaron los eventos que deberían ocurrir; no registraron las elecciones que el hombre había hecho, sino que proyectaron las que debía hacer».
Esta apuesta por la libertad y en contra de determinismos naturalistas es la base del pensamiento de Rand. Es la libertad sin restricciones (la del laisser faire, laisser passer) dentro de «una vida en la que las elecciones del hombre son practicables, efectivas y crucialmente importantes, eso es, un sentido moral de la vida».
Solo con la libertad es posible la autorrealización personal de los que (con sus capacidades excepcionales adquiridas por su esfuerzo) son los transformadores de la realidad y que, por ello, nos alejan de primitivismos de hambre y miseria. Así que para Ayn Rand «los románticos eran los campeones de la voluntad (que es la razón de los valores) y no de las emociones (las cuales son meramente la consecuencia de la misma)».
Pues bien, es aquí donde se equivoca Ayn Rand, en este ‘meramente' aplicado a unas emociones que eran de hecho y de modo fácilmente demostrable consustanciales con el Romanticismo. El hombre romántico convierte sus emociones incluso en auténticas pasiones, pasiones que pueden llegar a la turbulencia y que hasta le hacen admirar como paradigma de héroe al hombre primitivo llevado por el instinto libre alejado de las sociedades represivas.
Ayn Rand pretendió conciliar lo irreconciliable: racionalismo y romanticismo, apartando de la idea de este una de sus características más relevantes e incompatibles con el racionalismo (racionalismo que es el arma transformadora de la realidad y que siempre ha de hacer frente en este mundo físico y temporal a los excesos de los apasionamientos peligrosos). Esta característica es precisamente la sinrazón. O la locura sin atadura alguna.
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