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Muchos de nosotros recordamos aquel momento en que, de pronto, se abrieron las fronteras y en todos los pueblos y ciudades españolas abrieron tiendas regentadas por chinos que vendían prácticamente todo lo imaginable a precios irrisorios. Los comerciantes nacionales pusieron el grito en el cielo, pero no había nada que hacer. La competencia se consideraba sana y los productos de bajísimo coste tenían tan escasa calidad que al final volvíamos a la ferretería del barrio de toda la vida a pagar el precio justo por un destornillador fabricado en Alemania o en el País Vasco. A nivel global parece que este proceso que hemos vivido en clave doméstica, de la ferretería al chino y del chino a la ferretería, se va a repetir en los próximos años. La pandemia ha puesto de manifiesto la extrema dependencia de Occidente de las fábricas chinas, que están lejísimos. No es algo negativo per se, por el evidente ahorro de costes, pero sí preocupante cuando se ha visto que, por ejemplo, nadie en toda Europa era capaz de abastecer de mascarillas en el momento en que se necesitaban. Y en los hospitales era cuestión de vida o muerte. Así que los gobiernos de la UE, así como los de Estados Unidos, Canadá, Australia y todos los países desarrollados, seguirán confiando en la producción china a bajo precio, pero ya han iniciado los movimientos para traerse a casa las fábricas de según qué cosas. Los más optimistas –o ingenuos, también– pensarán que eso será un precioso revulsivo para el empleo en Europa y en España, pero parece ser que no van por ahí los tiros. Lo que permitirá abrir factorías en países desarrollados es la tecnología que prescinde de los obreros. Los operarios serán robots.