Los datos recientemente publicados por el INE constatan una variación anual en octubre del 5,5 % en la evolución del IPC. Esto está generando alarma e incluso mensajes que rozan el catastrofismo. La realidad es que el nivel de incertidumbre en el que se mueve la economía en estos momentos es elevado, con causas directas tanto en el proceso de la pandemia como en otros aspectos de índole más material. Entre estos, se enumeran la evolución de los precios en el mercado eléctrico, la desarticulación del transporte marítimo –que contribuye a retrasar la llegada de pedidos–, las escaseces en inputs productivos más relacionadas con la distribución que con la producción, y el incremento de la demanda energética de China, entre otros elementos que parecen ser relevantes en este contexto.
Ahora bien, ante esta situación parece exagerado hablar de estanflación (estancamiento + inflación) en el escenario actual, por un motivo clave: estamos en crecimiento económico –y nada despreciable según todos los analistas: no hay, pues, estancamiento– con una inflación que supera ligeramente el 5 %. Todo muy alejado de las caídas brutales del PIB e inflaciones de dos dígitos –incluso con cifras próximas al 25 %– de los años setenta, con incrementos notables en la desocupación. En tal aspecto, el FMI indica que el 2021 se va a cerrar con tasas de crecimiento económico cercanas al 6 % con una inflación que «no está fuera de control», en palabras de Gita Gopinath, economista jefa del FMI, en recientes declaraciones. El mensaje, contundente, debería invitar a un mayor sosiego, que no es sinónimo de despreocupación.
Si ese movimiento alcista de los precios es transitorio, como señalan tanto el BCE como el Banco de España y el FMI, cabe pensar en factibles incrementos en la demanda, espoleada por la política económica de estímulos tanto en la inversión como en la proporción de liquidez. Los signos que invitan a pensar en esto son evidentes, en el caso de España: reducción en la tasa de paro –así se recoge en la reciente EPA, con aumentos significativos en la afiliación a la Seguridad Social–, mantenimiento de los ERTE –del orden de unos doscientos mil, con reducciones tangibles en los últimos meses, exponente de que mucha fuerza laboral retorna a una cierta normalidad– y contracción en los pasivos bancarios –la gente empieza a gastar y reduce su ahorro acumulado–. Estos tres vectores infieren una expansión del gasto privado, una mayor capacidad de consumo que, sumada a la política fiscal, refuerza la expansión de la demanda agregada.
Estas reflexiones no pretenden minimizar la importancia del dato de la inflación. Nos encontramos, como decía, en unas coordenadas de incertidumbre –que pueden corregir las proyecciones del crecimiento, como de hecho ya está sucediendo–. Pero resultaría un grave error que el temor a una inflación que está controlada –según apreciaciones fundamentadas del FMI, entre otras entidades– nos pudiera llevar a aquellos «miedos a los mercados», que a veces aparecen de manera recurrente, para tentar la posibilidad de eliminar unos estímulos económicos que están resultando determinantes para la recuperación de las economías.
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