Recuerdo las películas de indios y vaqueros que veía en sesión de tarde los sábados de hace mil años. Mi héroe llevaba una casaca azul y montaba con destreza su caballo. Tenía el pelo claro y las facciones de piedra. No conocía la duda, el temor ni las indecisiones tan propias del común de los mortales.
Mis hermanos y yo nos preguntábamos, inquietos, cómo se escaparía de las huestes de indios pieles rojas que iban estrechando círculos a su alrededor.
En aquella época, las cosas siempre eran fáciles: los indios eran los malos malísimos (su principal diversión consistía en cortar cabelleras), y los vaqueros eran ángeles caídos del cielo. Era evidente a qué bando pertenecíamos. Aunque lo tenia claro, me daban un poco de envidia las trenzas gruesas i negras de las muchachas indias, y con gusto me hubiese unido a esas danzas locas que bailaban de noche alrededor de las hogueras. Tenía claro que los indios se divertían más. En un momento dado, en el punto culminante y peligroso de la trama, el llanero solitario solía verse rodeado de indios. Le observaban amenazadoramente, acercándosele con expresión de odio.
Así me siento yo: rodeada por todas partes, pero no por indios de ficción , sino por casos de COVID-19 absolutamente reales. En las primeras olas los datos se limitaban a números y estadísticas que no ponían la piel de gallina. Puede que conociésemos a algún enfermo de COVID-19, pero no solía formar parte de nuestros círculos más próximos. Con la llegada a bombo y platillo de la variante ómicron, el cerco comenzó a estrecharse: conocidos, compañeros de trabajo, vecinos, amigos del alma, padres, hermanos e hijos. En pocos días me siento completamente rodeada. La situación es tan exagerada que no puedo evitar preguntarme cuando me tocará a mi. No quiero ser aguafiestas, pero el tema no pinta nada bien. En esta ocasión, los vaqueros no se saldrán con la suya. Estamos rodeados.
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