Podemos añadir a esto los argumentos que exigen respeto y bienestar animal (las macrogranjas son, asimismo, fábricas de sufrimiento masivo), pero es que además la conversión de vegetales en carne es muy ineficiente desde el punto de vista alimentario. Para producir un kilogramo de carne de ternera se necesitan 25 kilogramos de grano y varios miles de litros de agua, tanta agua que una persona podría ducharse durante un año entero con ella.
Para producir cerdo ‘sólo' se necesitan 10 kilogramos de grano, y casi 5 en el caso del pollo o los huevos. De los casi 800 kilogramos de grano consumidos anualmente por un occidental, únicamente unos 100 los come directamente, mientras el resto van a la ganadería. Para que se hagan una idea: la eficiencia de conversión de proteína vegetal en animal es del 20 % para el pollo, del 10 % para el porcino y de apenas el 4 % para la carne de vacuno. Se deforestan cada año miles de kilómetros cuadrados para enormes monocultivos que producen ese grano, maíz o soja en su mayoría, y se utilizan cantidades ingentes de fertilizantes que acaban contaminando las aguas. Además, con frecuencia la carne recorre medio mundo hasta llegar al plato, desde lugares como Argentina o Brasil hasta Europa, Norteamérica y Asia, o se exporta carne de cerdo española a toda Europa y más allá. De remate, el propio ganado emite abundante gases de efecto invernadero.
El actual consumo de carne es un desastre humano, animal y ecológico. Hay una cuestión cultural en esto. Comer carne es muy de nuevo rico, muy de símbolo de estatus. Nadie sale a cenar al restaurante y pide pasta con tomate, pide solomillazo. Toca hacer un pensamiento. Los expertos, tanto en salud como en medio ambiente, aconsejan reducir el actual consumo cárnico en un 70 u 80 %, sobre todo de carnes rojas. En este planeta sobrecalentado hemos puesto toda la carne en el asador, y ya lo tenemos torrado, ya saben, al punto.
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