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Estos tiempos modernos prometían ser mucho más libertarios hasta que hemos entendido que nos dirigen los miedos, los políticos y los algoritmos. Ya no sé si todavía tenemos la potestad de ilusionarnos, creer y decidir. El intervencionismo y la ley acabarán pronto con algunos de los chiringuitos donde fuimos felices. No es nada nuevo, los ciclos y la historia trituraron templos del hedonismo y un buen ejemplo es aquella plaza Gomila de los años de gloria y noches eternas. La fe, algo que se había transmitido en las familias, es un valor que curiosamente apenas tiene presencia en una sociedad egoísta que olvida lo trascendental. Me resulta muy interesante ver qué ocurrirá con las procesiones tras dos años de COVID. Siempre hemos corrido el peligro de que lo folclórico y lo ocioso pudieran erradicar lo que realmente pretendía manifestar el hecho de sacar a la calle todas aquellas imágenes que pasaron de ser altamente veneradas a ser reliquias que languidecen en rincones de templos que la Iglesia custodia sin la ayuda y la comprensión de gran parte de la sociedad.

Una sociedad autosuficiente, agnóstica o atea que no se esfuerza en entender otras opciones y que lleva tiempo a la deriva como demuestra esta actualidad en guerra y sin principios morales o éticos. Creo pues que será un buen momento para comprobar cómo transformamos tanto dolor y desasosiego acumulado en el que hemos perdido familiares, confianza, salud y proselitismo. Hemos quedado tan huérfanos que ni tan siquiera poseemos esperanza en algo. Al menos como colectividad porque el ser humano tanto en la bonanza como en la penuria ha demostrado que es un ser principalmente egoísta. Veremos si esta temporada de éxito económico (no puedo visualizarla de otra manera ante las innumerables facturas y subsidios que nuestros gobiernos deben pagar) se convierte en un bálsamo reparador o sirve para volver a aquellos odios y rabias que caracterizaban los debates estivales cuando la pandemia no formaba parte de nuestro día a día. Debemos nuevamente elegir y priorizar, algo que puede hacer muy bien la tecnología pero que no saben hacer nuestros políticos.

El miedo que citaba al principio convertido en el gran mal que también ha sido utilizado con el fin de separarnos todavía más del prójimo. Estamos ante una mala conjunción de los elementos y es algo que debemos cambiar. Aquellas generaciones que nos precedieron no tenían nuestra información o cultura y suplían todo lo desconocido con una fe que eclosionaba en Semana Santa. No creo que esta haya desaparecido, sino que sigue como una experiencia personal que nos diferencia en función de cómo la entendamos e impliquemos ante los problemas que nunca dejan de acechar. El compromiso con los valores que buscaba aquella fe del pasado es la esencia que no se puede perder, aunque actualmente no sean únicos e iguales para todos. Ello no es algo negativo, es más, significa que, todavía, algo queda.