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La mayor evidencia a la que nos lleva el resultado de la primera vuelta de las elecciones del domingo es que Francia es de derechas; muy de derechas si tenemos en cuenta que la suma de los votos obtenidos por los partidos que se sitúan entre el centro derecha (Macron), la derecha tradicional de tradición gaullista (Pécresse) y las dos versiones de la extrema derecha (Le Pen y Zemmour) superan el 60 % de los sufragios. El ascenso de la extrema derecha es notable e inquietante. Nunca había sucedido algo así. De hecho ha sido la aparición de un candidato todavía más de extrema derecha lo que seguramente ha impedido que el Frente Nacional, que encabeza Marine Le Pen, hubiera sido la fuerza más votada en esta primera vuelta.

Es probable que dentro de dos semanas en la segunda y definitiva cita con las urnas Macron pueda revalidar su triunfo de hace cinco años y continuar siendo el presidente de la República. Pero esa expectativa no resta preocupación, dado que todavía no es más que un conjetura sobre un escenario abierto en el que más allá del rumbo de la política francesa, lo que está en juego son dos concepciones antagónicas de lo que es y debe seguir siendo Europa; máxime en un momento como éste con una guerra abierta en Europa tras la invasión rusa de Ucrania. Macron es continuidad y encarna una apuesta decidida por la unidad europea cuyo liderazgo implícitamente asume tras la marcha de Angela Merkel y el ‘Brexit'.

Le Pen representa una visión anti europeísta que va mucho más allá del escepticismo. Postula un repliegue a posiciones nacionalistas similares a las que estamos viendo en Hungría. Si llegara al Elíseo, sería un duro golpe para el futuro de la Unión Europea tal y como la conocemos. No sólo nuestros vecinos, el próximo día 24 de abril, todos los europeos nos jugamos mucho en la segunda vuelta de las elecciones francesas.