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Aunque sea 16 de junio, no habré acompañado hoy el desayuno con riñón de cerdo. A tanto no llega mi mitomanía. Pudiendo elegir, mis primeros momentos del día se habrán parecido más a los de Stephen Dedalus que a los de Leopold Bloom. Como el primero –siquiera con la imaginación– habré dado ya un salto a la playa de Sandycove, o a una más próxima. Lo que a estas horas doy por hecho es que habré alcanzado a Leopold Bloom en la oficina de Correos por la que paso cada día. Pero este 16 de junio, habré subido las escaleras del edificio y asomado a su interior por verle en el momento justo de recoger una carta que esperaba y metérsela en el bolsillo para leerla más adelante. Alguien le habrá preguntado sobre su apuesta para una carrera y le habrá respondido con lo primero que le pasaba por la cabeza y, aún así, acertado. No sé si todavía estaré en la biblioteca (que será la del Parlament y no una de Irlanda) cuando aparezca Dedalus algo bebido y empeñado en explicar sus terorías sobre Shakespeare. Igual ya iré camino del periódico. No del Evening Telegraph pero sí de otro que fue vespertino años atrás y donde, como cada 16 de junio, parlotearán Dedalus y Bloom. En una página, tal vez en la 8, saldrá un artículo, que se titulará ‘16 de junio'; uno como esos que llenan aquel capítulo hecho con recortes de periódico. El capítulo de la noche loca (brillante noche como las de Luces de Bohemia de Valle e inspirado en Circe, cuentan quienes saben) me cogerá ya con sueño; aunque intentaré aguantar a que asome el viernes. Me permitiré (es difícil escapar de la pedantería cuando ya estás metido) alterar los tiempos y dejaré para otro día la cita con Molly. Hace tanto que no la veo (y tendrá tanto que contar) que el festival de palabras del monólogo o voz interior final del Ulises, libro que detalla un día como el de hoy, se quedará corto. 16 de junio. Aunque sea.