TW
2

Algo va mal. Estando en boca de todos comentarios sobre la subida de los precios de buena parte de los productos de la cesta de la compra, del gasóleo y de la gasolina, de los billetes de tren, los de avión, los de los viajes organizados y los de los restaurantes, al tiempo se puede constatar que en las zonas de restauración y ocio de las costas no cabe un alfiler. La cosa tiene su explicación. No es que de repente nos hayamos vuelto locos dejándonos arrastrar por una suerte de fiebre post pandemia que invita a vivir como si no hubiera un mañana. No. Pero impera el espíritu del carpe diem. Tiene su lógica si tenemos en cuenta que dejamos atrás dos años terribles, uno malo y el otro nefasto.

La COVID-19 acabó con la vida de 109.000 personas según las cifras oficiales. Varios miles más según otros recuentos. Ese es el quebranto que no podemos olvidar y el que como reacción está activando la pulsión lúdica, la necesidad de dejar atrás tanto sufrimiento sintiendo el alivio de estar vivos. Por eso este verano está siendo escaparate de algunas exageraciones a la hora de vivir por encima de nuestras posibilidades reales. Ajenos o sordos a los augurios que anuncian que vamos hacia un otoño con restricciones, con precios todavía más desbocados en la factura de la luz y el gas y con la espada de Damocles de la recesión amenazando los cálculos oficiales que confían en la recuperación de nuestra economía.

Pero ése será el panorama que nos encontraremos en otoño y del que hablaremos con pesimismo porque con un IPC por encima del 10 % es difícil dejarse reclutar por el optimismo de la vicepresidenta Nadia Calviño, pero qué, de momento, no dejamos que nos arruine el día porque para eso estamos de vacaciones –quienes se las han podido permitir. Ya digo, el personal, o una parte importante, está apurando el momento, ajenos a las tormentas que se anuncian.