Desde que me hice mayor, siempre he pensado que el verano es una tontería. Supongo que no diría lo mismo si supiera lo que son unas vacaciones en serio. Pero como esto es algo que desconozco por completo, cuando el verano empieza a mí me gustaría que ya fuera otoño. A pesar, incluso, de que en esta isla no existen las estaciones como Dios manda (ni han existido jamás; no se trata de una cuestión de cambio climático, me parece). Lo que aquí se entiende por buen tiempo es, para algunos, una auténtica tortura. Para empezar, llevo toda la vida oyendo que las cosas las vamos a posponer para después del verano (sobre todo, agosto).
Agosto es un mes viscoso que no existe. La vida se detiene, se evapora, se hace grumosa, se modifica… Quien no se ha ido a las Bahamas, se ha ido a Groenlandia. ¿Para qué? Lo ignoro. Supongo que por hacer algo, pero no, desde luego, para descansar. Todo el mundo está en otra parte haciendo cosas que nunca hubiera imaginado; cosas que puede que ni siquiera le gusten. Pero está claro que mucho menos nos gusta trabajar. De lo contrario, no sustituiríamos once meses de calvario por un mes de neblina. ¿Este año toca Grecia? Pues a Grecia que nos vamos. ¿O toca Madagascar, que hay ofertas interesantes? Pues, ¡venga!, a Madagascar se ha dicho. ¿Y antes qué? Pues a hacer acopio de información, que ahora con internet ya estás en el destino varios días antes de llegar.
Ya te lo conoces de memoria. Para mí que el verano, cuando ya has pasado de los doce, es la tontería más grande que nos pasa cada año. Y hablo de la gente que solo tiene vacaciones un mes, puesto que los hay (muy muy privilegiados) que pueden permitirse aún más tontería a su gusto (a la carta, se dice ahora). En verano no hay médicos, no hay oficinas abiertas… Incluso los terapeutas descansan de sus terapias –tan numerosas y variadas–. En verano, o te vas a Madagascar a ver baobabs y lémures o te mueres de asco (las olas de calor provocan muchas náuseas). Una vez ha pasado (con la edad se hace eterno este momento), te puedes sentar en la mecedora del porche (seguramente no tengas ninguna de las dos cosas, pero, ¿a que queda precioso?) a esperar a que caiga alguna hoja de un plátano sobre la acera. Y ya. Mañana abre el terapeuta y vuelves a empezar.
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