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Desde hace medio siglo, países desarrollados como Francia y Alemania, con una fuerte inmigración, adoptaron políticas de protección de la natalidad para que esas mujeres trabajadoras mantuvieran vivo el deseo de ser madres. Enormes presupuestos han servido para que la política familiar funcione. Y gracias a eso, en esas naciones, cada mujer, de media, tiene un hijo y medio. Puede parecer poco, pero es un récord costosísimo para las arcas públicas que luego, a su vez, tiene su retorno en forma de población, trabajadores, consumidores...

Revisar la tasa de natalidad en el mundo arroja una visión general clarísima: solo los países más pobres de la Tierra alcanzan cifras que superan los cuatro, cinco y hasta seis hijos por mujer de media. Todos ellos pertenecen al África negra. En el otro extremo, Hong Kong y Corea del Sur, que no alcanzan un hijo por mujer –0,81 y 0,87 respectivamente–, lugares donde el trabajo es religión, la vivienda es costosa y la mujer es empujada a abandonar su carrera profesional para criar. La conclusión es que España empieza a padecer algunos de los problemas de los países que no tienen hijos: horarios laborales interminables y vivienda cara.

Que se suman a los propios de una nación dominada por la desigualdad: salarios bajos, contratos precarios. La juventud es corta; la edad fértil, también. Apenas son quince años de ventana abierta, de los 25 a los 40. A los 25, prácticamente ninguna mujer disfruta de las condiciones necesarias para afrontar la maternidad. A los treinta, muy pocas. A los 35 ya son más, pero para entonces el reloj ya se ha ralentizado y casi no queda tiempo.