Es domingo. Salgo del trabajo al filo de la medianoche. Me enfilo por Blanquerna contemplando a los últimos clientes apurar sus consumiciones y a los camareros recoger las terrazas. Llego a mi portal. El ascensor está en la planta baja. Suelo subir por las escaleras pero llego cansado. Pulso mi botón de destino. El ascensor sube un metro y se queda atascado conmigo dentro.
Las puertas correderas se han abierto completamente pero tratan de cerrarse una y otra vez; a mitad de trayecto se vuelven a abrir. Reviso en la cabina por si hay algún teléfono y no lo hay. Uno de los botones del cuadro del ascensor tiene dibujado uno, lo pulso y la alarma atruena. Un absurdo pudor me envuelve. Es muy tarde y no quiero despertar a nadie. (Luego sabré que si hubiera continuado pulsándolo me habría dado línea con la empresa de ascensores). Hablo con un policía municipal.
Me indica que busque un teléfono y le contesto que no veo ninguno. Me dice que tratará de enviar a alguien mientras yo sostengo la puerta corredera con la mano para que cese su movimiento de vaivén. A través de la puerta metálica, un amabilísimo vecino me informa que han telefoneado a la empresa del ascensor. El tiempo transcurre, sudo como un pollo, empiezo a vislumbrar cómo puede sentirse alguien que es enterrado vivo. Me digo a mí mismo: ¿te imaginas que no encuentran a nadie que pueda venir? Me río de mi propia ocurrencia. Cuarenta minutos después, empapado como si me hubiese lanzado a una piscina, abren la puerta. Veo al chico de la empresa del ascensor, dos policías y varios bomberos y nunca me había sentido tan contento de ver a nadie. Los invitaría a todos a tomar todas las copas que dejé de tomar desde hace una buena pila de tiempo.
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