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El Eurobarómetro nos dice que son muchos los españoles que no confían en la política y el CIS señala lo mismo respecto a que la política es su principal problema. Es evidente que, hoy, la política goza de mala fama y se culpa a los políticos de ineficaces que degradan las instituciones. Una buena parte de ellos carecen de experiencia laboral, formación y educación, desconocen la gestión, se comportan y visten sin recato, mienten, injurian y se envuelven en su ideología como única defensa. Y es que los criterios de su selección y promoción no persiguen la elección de los mejores; responden a intereses espurios, compromisos de partido y acceden sin más prueba o mérito que el que aprecie el criterio de quien elabora las listas.

El mal tiene su origen en el descrédito de los partidos, que cayeron en el abandono de la democracia interna, en el autoritarismo, la corrupción, el clientelismo y la endogamia. Además, han sustraído al Parlamento en la mayoría de sus funciones, sometiendo a los diputados a una disciplina férrea. Desposeídos de su voluntad y conciencia sin dejar espacio a una actuación individual, los convierte en autómatas a la hora de votar las decisiones tomadas en sus respectivas sedes, que han de defender como papagayos. Son los medios de comunicación los que sustituyen al Parlamento en el debate, lo que pone en peligro las funciones básicas de la política y, cuando estos están desequilibrados a favor de una tendencia política, como ocurre en España, desnaturalizan la democracia.

Con su mejor intención de seguir sirviendo a la sociedad, el general Fulgencio Coll, un hombre honesto, con capacidad más que acreditada e insobornables principios, se afilió a un partido, se ganó la confianza de las bases y, a pesar de ello, la cúpula está dispuesta a devorarlo. Malos tiempos para la gente honrada.