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Que los precios se disparen es una buena puñeta para todos, pero el remedio que la señora Christine Lagarde y compañía tienen para domesticarlos es casi peor. Subir tipos. ¡Qué gracia! Nos habíamos acostumbrado a esos tipos negativos, que nos hacían la vida fácil a quienes estamos endeudados. Se acabó la fiesta, si es que alguna vez la hubo. Ahora, como decía la canción de Amaral, «solo queda una vela encendida en medio de la tarta y se quiere consumir». Eso mismo les va a ocurrir a nuestras endebles economías domésticas, que se consumen y solo permanece la oscuridad. Sube la hipoteca y ese pellizco de más repercute en efecto dominó sobre el resto de los capítulos, que encajan unos con otros en un equilibrio precarísimo.

La mayoría de las familias son incapaces de ahorrar y buena parte de ellas a duras penas llega a fin de mes. Los precios desbocados –no nos engañemos, la pandemia y la guerra ucraniana solo tienen parte de responsabilidad en eso– ya obligan a repensar cada gasto. Si a eso añadimos un aumento importante de la hipoteca, apaga y vámonos. Cerrar el bolsillo es siempre la primera decisión. Y ese pequeño gesto desata terremotos. Quizá la señora Lagarde lo ignora, porque estos personajes que siempre han vivido en apartamentos de lujo, han volado en jets privados y solo visten alta costura apenas saben cómo funciona el mundo. Aquí, a ras de suelo, las familias cortan por lo sano todo lo que no es estrictamente necesario. En el otro lado, el de las empresas, el aumento de la cuota de los préstamos –o el «no» del banquero a una nueva financiación– supone rechazar nuevas contrataciones en el mejor de los casos y despidos en el peor. Pintan bastos, para variar.