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Cuando viajas a un país pobre se te ponen los pelos de punta al comprobar cómo el confort, el suministro eléctrico, la conectividad, los muebles de diseño, la seguridad, el aire acondicionado y todas las ventajas del siglo XXI se quedan limitadas al perímetro del establecimiento hotelero. En una suerte de oasis celestial, mientras permaneces allí dentro la comodidad y el placer son máximos. En cuanto pones un pie fuera del recinto te asalta el tufo. A pobreza, a suciedad, a hambre, a injusticia. Niños medio desnudos que juegan con alambres oxidados, perros llenos de pulgas de deambulan de aquí para allá, compitiendo con los humanos por las basuras que aún se puedan aprovechar, desperdicios en todos los rincones, mujeres que despiojan a sus hijos, chicos que venden drogas, chicas que se prostituyen. Las playas son paradisíacas, la temperatura perfecta, el cielo azulísmo, la belleza de la naturaleza te deja sin palabras. Pero te quedan pocas ganas de volver, porque toda esa riqueza natural solo beneficia al visitante, el que vive –malvive– allí sigue con su mísera vida cuando tú haces las maletas y regresas a casa. Las entidades benéficas mallorquinas ya advierten de que este invierno nuestras colas del hambre serán más largas que nunca, porque viene otra crisis de órdago y, una vez terminada la temporada turística, miles de trabajadores no tienen cómo sostenerse. Esto es Europa, el primer mundo, un país desarrollado y democrático. Y, sin embargo, empieza a parecerse peligrosamente a esos otros países del sur que tienen la misma belleza natural que nosotros, pero una terrible desigualdad que condena a sus habitantes a depender del turismo y a pasar hambre cuando pintan bastos.