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El Govern balear se ha arrogado para sí mismo ese dudoso papel de Robin Hood que roba a los ricos para repartirlo entre los pobres. Lo que ocurre es que, para ellos, ricos somos prácticamente todos los que no malvivimos en una chabola construida con cuatro cartones en el cauce de sa Riera. Sus políticas –y las de sus predecesores, en esto han errado todos– han creado una sociedad desigual en la que la cúspide de la pirámide está ocupada por cuatro archimillonarios que seguramente tributan en algún paraíso fiscal, y la base es un mogollón de currantes que sobreviven de mala manera, sujetos a la temporalidad, los bajos salarios y la nula estabilidad en sus empleos. En medio, aún subsiste una clase media menguante formada por funcionarios y profesionales liberales. Para rapiñar fondos que repartir en plan monja de la caridad entre los cada vez más numerosos pobres, las autoridades inventan impuestos demenciales. Recibir una donación en vida es poco menos que pegarte un tiro en el pie; heredar un piso o cualquier otra cosa es motivo de suicidio. Acumular lo que sea se ha convertido en un deporte de riesgo, nunca sabes si te va a atracar el Estado o te van a okupar los yonquis de turno. En primero de Economía se estudia lo que son activos y pasivos, es decir, los bienes que generan dinero y los que cuestan dinero. La vivienda, las obras de arte, el piano de cola o el coche de alta gama –que tanto les molestan a los políticos de supuestas izquierdas– no generan ningún tipo de ingreso, todo lo contrario, originan gastos. Solo se convierten en activos si los pones en alquiler o los vendes. Pues ellos entienden lo contrario: que tener un piso te convierte en rico y, por ello, te clavan impuestos hasta dejarte sin sangre.