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El Govern balear ha creado un comité de expertos sobre cambio climático que plantean un paisaje apocalíptico de aquí a unas décadas si no somos capaces de revertir este proceso degenerativo al que, por lo visto, hemos abocado al planeta. El pasado domingo publicábamos un reportaje revelador. En él se vislumbraba cómo será nuestra vida en 2050 si queremos frenar la emergencia climática. Al leerlo recordé a mi abuela, que nació en 1899 y vivió su juventud allá por los años veinte del siglo pasado. Ahora hace cien años de aquello y parece que los especialistas en aterrorizar a la población pretenden que mis hijos y nietos vivan de la misma forma que lo hizo ella. Es decir, sin coches, con una triste bombilla para no gastar mucha luz, fabricando sus propias pastillas de jabón, cosiendo su ropa y sus alpargatas, comiendo día sí y día también el producto de su huerta y sin ir más allá de la comarca en toda su vida. Una existencia sencilla, limitada, relativamente pobre, de mucho esfuerzo y trabajo para pocos placeres más allá de lo obvio: contemplar el paisaje, bailar, reír, contarse historias, chismorrear. Mi abuela se casó en Irún en 1924 y de luna de miel se fue en coche de caballos a Bilbao, a 120 kilómetros. Nunca visitó Madrid ni Barcelona, jamás subió a un avión. Su único viaje de placer lo hizo en los años sesenta a Lourdes, a 180 kilómetros de su casa. Le gustaba disfrutar de su jardín, de su gallinero, recibir a su familia, cultivar flores e ir a misa. Leía la prensa con interés, no en vano había presenciado tres guerras a su alrededor. Los expertos quieren eso para nosotros: lo limitado, lo pequeño, lo local. Yo no lo quiero. Cuando uno es consciente de lo grande que es el mundo, su comarca se le queda estrecha.