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Se celebra estos días la enésima cumbre del clima para tratar de contener ese apocalipsis inminente que se anuncia a diestro y siniestro. Y esto ocurre en 2022, cuando las comunicaciones han conseguido que podamos establecer conversaciones cara a cara a miles de kilómetros de distancia. Sin embargo, para uno de estos eventos se elige la presencialidad. Esta vez enEgipto, en su más famoso balneario situado en el Mar Rojo, edén de los submarinistas. Hasta allí se han desplazado 45.000 delegados de casi doscientos países, además de 110 jefes de Estado y líderes políticos, sin menospreciar a los activistas que se acercan a Sharm elSheikh para protestar. Ignoro el número exacto de aviones que habrán tenido que fletar las compañías aéreas para reunir en un único lugar a tantísima gente y no quiero conocer las cifras del desperdicio de alimentos, la generación de basura, el gasto en electricidad, agua, seguridad, etcétera. Toda esa gente ha viajado a Egipto para alertar sobre el fin del mundo porque los países ricos hemos destrozado el planeta con tal de mantener un estilo de vida confortable y desarrollado. Llevamos años cumpliendo escrupulosamente con todas las consignas que nos dan sobre reciclaje, ahorro energético, reutilización; desde que salió a la palestra Greta Thumberg con sus peroratas amenazantes nos da cargo de conciencia subir a un avión. No digamos si es para plantarnos en otro continente con el deseo –criminal casi, según parece– de conocer otros mundos que están en este. Sin embargo, quienes tienen que dar ejemplo de compromiso, los activistas, los expertos en cambio climático, los ministros, jefes de Estado y de Gobierno, líderes mundiales, cogen el avión y cruzan el globo solo para hablar.