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Hay cosas, gentes, actitudes, modos, maneras y hasta paisajes que no nos gustan. Simplemente y por las más variadas razones de los más diversos orígenes. No pasa nada por ello. Si ahí se queda uno. Que es lo normal y lo que hace la mayoría. Porque eso, que no nos guste, no significa que la emprendamos a palos con ello, ni que lo odiemos, ni que queramos erradicarlo. Nos desagrada y punto.

Pero resulta que ya no, que ahora y siguiendo la dictadura cursi bajo la que vivimos en la más feroz e incontestable de las opresiones nos tiene que gustar a la fuerza y en este caso si nos resistimos, a palos, lo que no digan y nos impongan como doctrina universal de lo que es obligatorio que debe gustarnos y debemos amar a la fuerza. Y si no lo hacemos ya saben incurrimos en eso que ahora, como si fuera una enfermedad mental y que debería hacernos ingresar en campos de reeducación y rehabilitación, se ha venido en declarar como fobia.

Y henos aquí convertidos a la luz de esa bondad y verdad absoluta, en fóbicos, que viene a sonar y asi suena como a perro con las fauces babeantes, o sea rabioso. Y criminal, porque es ‘delito de odio' en cuanto te deslices ya no un paso sino que basta con una sílaba.

Porque ya no se conforman con no concedernos el derecho a que no nos gusten algunas cosas sino que nos prescriben el deber de las que tenemos obligación de amar por fuerza. Y si un día decretan que el olor a heces es maravilloso habremos de compralo como maravilloso perfume.

Pocas veces a lo largo de la historia, esclavos aparte, ha estado el ser humano, el que supuestamente vive en los paraísos de la libertad y la democracia más ferozmente sometido a una invasión de todas y cada una de sus libertades individuales. Y esto cada vez más que civilización semeja a rebaño. Es más, y aún peor, a rebaño estabulado.