Tras un largo periodo de Navidades anómalas, tristes, de una u otra forma confinadas, la gente demuestra la urgencia de asomarse a la vida. Me di cuenta con el encendido de luces. Este año hay más luces en las calles que anuncian una Navidad resplandeciente. Supongo que es una táctica más en el esfuerzo por recuperar la alegría perdida.
Las luces brillan en las calles de Palma para recordarnos que vuelven a ser posibles la celebración y la fiesta. Salimos de un largo paréntesis, que aunque no haya acabado del todo, muchos quisieran borrar, porque los seres humanos necesitan tener ilusiones.
Siempre me había encantado la Navidad, con sus costumbres y tradiciones, con sus encuentros entorno a una mesa que reunían a familiares y amigos, con las decoraciones en rojo y dorado, y el belén, y los regalos que se abren con las ganas que teníamos cuando éramos niños, unas ganas que a menudo olvidamos, pero que tenemos la suerte de recuperar por unas horas felices.
Siempre me había gustado la Navidad, hasta que viví una Navidad muy triste. Estaba plagada de recuerdos, ausencias, añoranza. Comprendí a aquellos que dicen que la Navidad deja de ser bonita si te falta alguien querido. Sin embargo, este fin de semana de Black Friday he vuelto a oler mis Navidades lejanas: esas ganas de encontrarme con mi gente, de buscar sus sonrisas. Con la pandemia me di cuenta del valor que tiene un abrazo y no voy a olvidarlo.
Poder abrazar a tu familia, sentarte con ellos, intercambiar vida es el mayor milagro posible. Empieza a hacer algo de frío. En la Plaça Major hay paradas de artesanos. Las calles están tan llenas de luz que, aunque sea un poquito, iluminarán nuestras tinieblas. En casa volveremos a hacer un belén y resonarán villancicos por las calles. Habrá por supuesto la tristeza inevitable, pero también la esperanza.
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