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Un periodista sabe el terreno que pisa. Conoce a la gente e intuye por dónde va. Conserva un recuerdo fresco de la historia próxima y una agenda que le ayuda a anticiparse a la noticia. Además, tiene nervio, olfato e instinto. Pero eso no es todo. Un periodista necesita también a otros que le ayuden a no descarrilar ni a apasionarse en exceso. Este es el trabajo del equipo, de la Redacción. Pep Arbona, que era el subdirector de este periódico al final de la Dictadura, era un escéptico, dudaba. Economista de formación, diseccionaba los hechos pantanosos que serían noticia importante. Si hallaba contradicciones, sentenciaba: «No os creáis nada. Y nunca os creáis que sois alguien».

Otro gran periodista, Jaime Jiménez, director del diario Baleares, se tomaba tan en serio el oficio, que ante la duda preguntaba: «¿Estáis seguros? Hay que ir con mucho cuidado con lo que publicamos, podemos hacer mucho daño». Siempre buscaba los matices. Cuando se abrieron las primeras facultades de Periodismo en la década de 1970, lo que Arbona o Jiménez predicaban se volvió académico. Este oficio era algo muy serio. Había que contrastar la información tres veces antes de publicarla. Jamás había que involucrarse en los hechos. Y había que intentar ser impar- ciales y objetivos, pero siempre honestos e independientes. Pedro Comas, que fue director de Ultima Hora durante 30 años, era puntilloso, autocrítico y prudente en extremo, con la rotativa parada hasta que decidía si publicaba una noticia o no. Hoy, cualquier influencer de medio pelo, tuitero o tertuliano se proclama periodista. Pero no es el fin de los tiempos.