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Hace años –muchos años– me invitaron a hablar en un congreso sobre las raíces cristianas de Europa, allá en la Universidad de Uppsala. Yo hablaba de la Biblia, como siempre. Un académico, con toda la intención, me hizo ver que la bandera de Europa era bíblica. Aquel color azul con el círculo de estrellas amarillas, representaba en su origen, la imagen de aquella mujer vestida de sol y coronada con doce estrellas de la que habla el autor del libro del Apocalipsis. Una figura femenina que los primeros cristianos identificaron con la madre de Jesús. La misma que la tradición occidental definió como Inmaculada. Sí, la fiesta que celebramos este próximo jueves, para más inri. La razón de la estrellada mariana, decía aquel académico, era porque Europa había nacido en la Edad Media en un monasterio. Aunque no soy mucho de banderas ni escudos ni otro tipo de símbolos, esta semana se me pasó por la cabeza poner una de esas azuladas en el balcón de mi casa. Sin embargo, los recientes acontecimientos que nos han abanderado hasta los titulares de los informativos nacionales, han hecho que desista de mi intención. Confieso que tengo miedo de que, si pongo la bandera europea de la Inmaculada me digan algo los viandantes, me echen de mi edificio, me amenacen en las redes sociales y en las otras redes que son menos sociales. Tengo miedo de que desde el Govern, me denuncien a la Fiscalía por exponer un símbolo de origen religioso. Tengo miedo de que, sin darme cuenta, pueda estar cometiendo un delito de odio hacia los que no son europeos. Tengo miedo de que, sin mala intención, pueda parecer poco integrador. Tengo miedo de que, sin querer, pueda herir sensibilidades de colectivos minoritarios. Tengo miedo de las consecuencias que puede provocar poner una bandera. No debería tener miedo, pero han conseguido que lo tenga.