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Desde que tengo uso de razón, no es una broma, la Navidad no ha sido precisamente santo de mi devoción. En cambio la Pascua sí. Tal vez porque esta última me recuerde a un thriller o porque las películas de romanos, los añorados peplum, me producen una especie de halo nostálgico. Desde La túnica sagrada a Quo vadis, filmes de tres horas y pico, de voces moduladamente inocentes y apacibles, las de los cristianos, y autoritarias y cavernosas las de los centuriones. Otro género cinematográfico que echo en falta es el western. Los de John Wayne, Gary Cooper y James Steward hasta llegar a los spaguetis de Clint Eastwood. Me siguen embobando las persecuciones de vaqueros e indios con sus alaridos diabólicos siempre recibiendo una buena andanada en el entrecejo. Colaboró a esa fascinación las vetustas novelas de Marcial Lafuente de Estefanía que había en las estanterías de la casa de mis abuelos maternos. A fin de cuentas no dejaban de ser historias entretenidas y evasivas cuyo mérito era hacerte pasar un buen rato sin pensar. Sin embargo, nada chantajea más mis emociones que una película de Terence Hill y Bud Spencer. El rubio siempre tomándole el pelo al bueno de Bud y éste resoplando con cara de resignación. Y luego las cómicas peleas a tortazo limpio. Bud Spencer atizaba con el puño cerrado en plan martillo, de arriba abajo como un orangután. El rubio era más artístico, bailoteaba, danzaba y encontraba el momento propicio para colar su golpe. Ahora ya nadie recuerda este tipo de películas. Y tampoco pasa nada. Lo interesante es descubrir con el tiempo que siguen destilando el mismo aroma que el guiso que preparaba mi abuela los domingos.