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Tras su separación se observan unas imágenes de Vargas Llosa leyendo a Madame Bovary, cómodamente sentado en su balancín, envuelto en una atmósfera familiar y uno tiene la sensación de que así debería sentirse de a gusto un ancianito de 87 años. ¿Para qué estar ocupando portadas de revistas de cotilleos cuando Madame Bovary te aguarda frente a la chimenea? Un literato como él ha leído miles de libros, ha escrito infinidad de letras, ha seducido con sus palabras a millones de lectores pero sufre como todos las torpezas de una relación siempre rodeada de fotógrafos y reporteros que seguramente desconocían los entresijos de su extensa obra. Las preguntas banales, odiosamente repetitivas, que tratan de descubrir únicamente la brújula de una pareja, tan distinta y tan idéntica a la vez, no son las habituales para un premio Nobel pero, claro, nadie le obligó a meterse en esa relación que ha durado ocho años.

Cualquiera hubiera salido corriendo nomás conocer el entorno de la Presyler, es probable que el instinto devorador de un escritor animara al premio Nobel ha adentrarse más en el conocimiento de ese personaje tan llamativo que es su expareja. Durante este periodo me he preguntado en alguna ocasión de que tiempo dispondría este hombre para sus novelas ya que seguramente no puede vivir sin escribir. A lo largo del día yo sólo busco momentos para hacerlo y tan solo soy un aspirante mediocre a escribir novelas baratas, con que me cuesta imaginar a alguien tan versado, independientemente de su discurso personal y político, en similar tesitura. Algunos afirman que el premio Nobel trata de dar una imagen de abuelo que chochea y, tal vez por pura lógica, sea simplemente así.