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Neil Armstrong fue el primero en pisar la Luna y Michael Collins el que nunca llegó a hacerlo. Buzz Aldrin solo fue el segundo. Cuando descendió por la escalerilla del módulo lunar, Armstrong hacía ya un cuarto de hora que zascandileaba por el Mar de la Tranquilidad y Collins diez horas que daba vueltas en el módulo de mando disfrutando de la más absoluta soledad. Aldrin no podía reclamar para sí la gloria que mereció el uno simplemente por estar sentado junto a la puerta del módulo y la conmiseración que acompañó durante toda su vida al otro, el mayor pringado del planeta, pero siempre fue el más simpático.

Mientras Armstrong, tras regresar a la Tierra, se dedicó a dar conferencias y dar clases en la universidad como profesor contratado a media jornada y Collins acababa convertido en un triste director de museo, de Aldrin se continuó hablando por lo que hacía y no por lo que había hecho. Fracasó vendiendo coches usados, se convirtió en un borracho recurrente, fue detenido por la policía acusado de desórdenes públicos, le atizó una leche en directo a un individuo que durante una entrevista en televisión puso en duda el programa Apolo y el primer paseo lunar, y demandó a sus hijos cuando estos quisieron controlarle las finanzas. Hoy, cuando es ya el único que nos queda, sigue haciendo cosas que quienes compartieron con él el Columbia no hubieran podido siquiera soñar. La semana pasada, a sus 93 años, se casó otra vez más, la cuarta, y lo hizo con una mujer treinta años más joven. El amor de su vida, la llamó. Lo contó él mismo en Facebook.