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Los pasados días Núñez Feijóo afirmó que nunca veríamos a un católico matar por su religión. Parece mal informado. El cristianismo, y dentro de él el catolicismo, tiene un pasado muy oscuro. En el caso de la Iglesia católica, aplicó todas las formas de violencia desde las cruzadas, la conquista de América y la Inquisición hasta ayer mismo, y si no ha continuado matando y torturando es porque otras fuerzas sociales y políticas han conseguido pararla, que no por propia voluntad. Para quitarse el mono de los tiempos de espada y hoguera, se consuela con la canonización de «mártires» de la guerra civil (siempre de su bando, claro), con el rechazo de la memoria histórica y sobre todo con enormes subvenciones a su organización y a sus escuelas (privadas, subvencionadas y, si les dejan, segregadas; en las públicas, imponen su doctrina como «asignatura»). También se huelga del apoyo a monarcas y dictadores de extrema derecha, de Franco a Pinochet.

Históricamente, y hasta ayer, el catolicismo combatió a la ciencia y al conocimiento racional. Son siglos de intransigencia, fanatismo, infierno, miedo, amenazas, lavados de cerebro, torturas y, como vamos descubriendo, y hasta hoy, miles y miles de casos de pederastia.

Hace poco me fue dado contemplar cómo políticos supuestamente de izquierdas aplaudían entusiasmados la dedicación de una calle –tenemos un callejero y un calendario festivo ya de por sí atestados de referencias católicas– a un obispo, esto es, a un jerarca de tan siniestra organización («era un buen chico», «propagó el cristianismo», «hizo grandes cosas»). Esto es, homenajeaban a alguien que se posicionaba contra el divorcio, el aborto, la igualdad de la mujer, la anticoncepción, la homosexualidad, la masturbación y la muerte digna. Esto es, en fin, contra la libertad, como siempre hizo el catolicismo desde anteayer hasta hoy.

Junto con la memoria histórica, estaría bien iniciar una memoria religiosa, que evidentemente nada tendría que ver con poner calles a los prebostes de la curia, sino precisamente con la revisión de esos callejeros y festivos, así como una necesaria normalización laica. Toda religión es superstición; el que la quiera, que la guarde en su casa.