A estas alturas, no me preocupa que alguien califique este artículo como el de una hija alabando a su padre. Es eso mismo: un canto emocionado y lleno de admiración. Él ha sido mi referente, mi ejemplo y mi orgullo.
Me siento afortunada por los padres que me dieron la vida, y con ella las inquietudes, los sentimientos, la capacidad de valorar lo que es bueno y bello, la necesidad de saber siempre cosas nuevas, puesto que nunca dejamos de ser aprendices. Mi padre, que es un hombre humilde, me enseñó todo eso, mientras mi madre, Alícia Mulet, el pilar de todos, era el sostén y el equilibrio del clan familiar.
He tenido la suerte de nacer en un clan, en una tribu mediterránea que siempre está ahí, con sus desencuentros puntuales, su diversidad de opiniones y gustos, pero cimentados todos por unos valores idénticos.
Quiero agradecer al Govern de les Illes Balears que le concedan la medalla de oro cuando puede alegrarse por ella. Siempre he preferido mil veces los homenajes a los vivos que a los muertos. Mi padre conserva la mente lúcida, el espíritu inquieto, su amor por París y las tardes de lluvia, su imaginación increíble, su capacidad de inventar historias, su amor por el teatro, Caperucita Roja, la música y Mallorca. No ha perdido la fe en esa lucha que inició hace muchos años por defender nuestra cultura. Puede que haya aumentado su sentido del humor y que se ría más fácilmente de la estupidez humana. Los años tienen eso: te liberan de ciertas limitaciones y vergüenzas. Mi padre es el abrazo que quisiera hacer eterno.
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