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Desde hace semanas vemos cómo los franceses –millones de ellos– se echan a la calle a hacer ruido, moverse, protestar, llamar la atención para que sus dirigentes escuchen el clamor contra la decisión de elevar la edad de jubilación desde los 62 a los 64 años. Una cifra con la que a nosotros se nos hace la boca agua. Sin embargo, ellos lo consideran una traición y una canallada, por lo que no pararán de luchar para derogarla. Que su sistema de pensiones sea sostenible o no y toda esa sarta de miedos que nos han contado a los españoles, les da igual. Lo que hacen es coger el toro por los cuernos y defender sus intereses. Curiosa la enorme diferencia con sus vecinos del sur, que tienen fama de mucho más pasionales y ruidosos. Nada que ver. Llevábamos un siglo jubilándonos a los 65 años, desde 1919, por lo que nos parecía algo casi natural. Somos un pueblo longevo y tras abandonar la etapa laboral nos quedaban aún bastantes años de cobrar pensión y viajar con el Imserso. Sin embargo, hace diez años nos metieron la puñalada trapera al añadir dos años más a esa vida profesional interminable. ¿Alguien se ha fijado qué aspecto, cuánta energía, salud e ilusión tiene una persona de 65 o 66 años? Con el paro juvenil más elevado del mundo, estamos obligados a seguir al pie del cañón con la columna destrozada, cansados, aburridos, sin motivación ninguna. En Francia no. No tragan carros y carretas, al menos intentan revertirlo. Es probable que nunca ganen esta batalla, pero también lo es que a ellos difícilmente les impondrán la barbaridad de trabajar hasta los 67. La enorme presión en la calle suele tener ese efecto. Nosotros solo salimos a celebrar las victorias del fútbol.