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Una de las experiencias más lamentables que he vivido en las redes sociales surgió a raíz de un comentario que no recuerdo contra alguna cuestión relacionada con el partido socialista. La crítica –razonada y moderada– despertó al león dormido que por lo visto llevan miles de ciudadanos dentro y se deleitaron vertiendo sobre mí todo un tsunami de insultos, veneno y bajezas inclasificables. Algunas hacia el contenido, la mayoría de tipo personal, lo que demuestra la mierda que son.

La conclusión es sencilla: el votante español no admite la más mínima autocrítica, el más leve análisis. Se limita a seguir como una religión aquello en lo que cree y lapida a cualquiera que piense distinto. Esta misma semana he experimentado algo parecido, aunque mucho menos virulento. Esta vez, procedente del votante de derechas. Idéntica actitud: cero intención de analizar la realidad, mucho menos de admitir otro punto de vista o suavizar su inflexible visión del mundo para plantearse que, quizá, los suyos tampoco lo hacen todo bien. Estamos ante un ejército de ovejas obedientes y ciegas que comulgan al cien por cien con su pastor, sea quien sea. Porque lo que siguen son unas siglas, no una ideología o a una persona cuyo discurso les convence.

Cambian la cabecera del partido y ellos siguen ahí, sumisos, dispuestos casi a morir –a matar, seguro– por sus siglas. Como los fanáticos del fútbol más animales, que no importa quién sea el dueño del equipo, ni sus jugadores, ni siquiera el entrenador. Solo cuentan el himno y la bandera. Nunca he creído en la política, me parece un juego macabro de intereses y lameculos. Por desgracia, las redes sociales vienen a confirmar mis peores temores. Los fanáticos abundan en todos los bandos.