Por la Isla parecen habitar dos realidades, aparentemente paralelas. Por un lado, está la Mallorca triunfalista, la que presume de un crecimiento por encima de la media estatal y de atraer inversores de todas partes; la que interesa a los jubilados con alto poder adquisitivo del norte de Europa; la que aplaude la masificación turística y vende a buen precio a cualquier inversor foráneo sin medir las consecuencias; la que exhibe el pleno empleo, pero omitiendo que ya no hay trabajadores temporales que quieran venir porque no sale a cuenta.
Por otro lado, está la Mallorca mayoritaria, la que percibe salarios y pensiones muy por debajo de la media estatal y ve como cualquier aumento salarial desaparece al instante absorbido por la inflación más alta del Estado; la que no pueden acceder a una vivienda de alquiler y mucho menos en propiedad; la que padece el deterioro de servicios tan esenciales como la atención sanitaria; la que se ve obligada a sacrificar su descanso para servir al negocio del ocio y es expulsada de sus barrios.
Estas realidades, aunque pretendan ignorarse, están tan vinculadas que la una es consecuencia directa de la otra. Mientras territorio, vivienda y hasta partes significativas de la planta hotelera van pasando a manos de inversores especulativos, a los que la población local les importa poco o nada, ¿aceptamos sumisamente el papel único de sirvientes vacacionales? ¿Aceptamos que quienes nos empobrecen digan que no hay otra forma de vida?
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