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Los manifestantes franceses están protagonizando una ola de protestas y paros generales contra la decisión del presidente Emmanuel Macron de retrasar la edad de jubilación de los sesenta y dos a los sesenta y cuatro años, además de acabar con una variedad de regímenes absolutamente injusta y algunos privilegios abusivos. Sin embargo, cualquiera que oiga en los medios del país vecino los argumentos en contra del cambio de la legislación de pensiones, pensará que la decisión del gobierno de Macron es hostil con los ciudadanos que han trabajado toda la vida. La narrativa no sólo no pone las dos posturas en igualdad sino que prima el rechazo social. Lo que queda en Francia de la derecha y de la izquierda tradicionales coincide en que se trata de una aberrante conculcación de derechos, inaceptable en el mundo contemporáneo. Macron y su partido, una suerte de centro ambiguo, insisten en que no queda otra salida, que Francia no puede soportar la situación del sistema de pensiones actual.

Vista esta polémica desde España, uno podría alinearse con la rebelión social que rechaza la nueva ley, salvo por un detalle: nosotros aquí nos jubilábamos a los sesenta y cinco años y ahora mismo estamos en una transición hacia los sesenta y siete años.

Es muy curioso comprobar cómo los Pirineos transforman la visión del mundo y la contundencia de nuestros razonamientos: aquí nadie protesta por lo mismo que ha puesto a Francia en llamas.

Sospecho de la orografía como causa de la diferencia de enfoques, porque tampoco es fácil explicar cómo en España casi nos morimos de espanto cuando nos quisieron cobrar diez euros por renovar la tarjeta que nos da derecho al acceso a la red sanitaria pública, en un acto de atropello propio de la derecha ultramontana que sólo la izquierda solidaria supo rectificar allí donde gobierna, mientras que en Francia cobran unos veinticinco euros por cada vez que se acude a la consulta médica. Sí, deben de ser los Pirineos que son capaces de convertir lo horrendo en aceptable y lo aceptable en horrendo.

Sólo un hombre brutal y ultraderechista como Donald Trump podría cuestionar la legislación internacional que otorga asilo a todos los que huyen de las persecuciones políticas que sufren en sus países para llegar a Estados Unidos, tal vez en patera, tal vez jugándose la vida en el cruce del Río Grande, aunque nunca se atrevió a incumplirla. Dos o tres años después, los progresistas Justin Trudeau, de Canadá, y Joe Biden, de Estados Unidos, han formalizado su decisión de no aceptar más peticiones de refugio político, vengan de donde vengan. El cambio de postura ahora no lo hemos de ver con perspectiva espacial sino temporal: lo que ayer nos hubiera hecho cortar las venas, ahora se soporta. Incluso hasta se celebra. El tiempo todo lo transforma: ahí tienen a los mismos políticos que nos sacaron de la guerra de Irak, porque jamás admitirían que un arma española matara a nadie, apoyando el envío de tanques a Ucrania. Sí, debe ser que el tiempo convierte las armas en flores.

El tiempo y el espacio tienen el poder de convertir los principios por los que muchos incendian un país en cuestiones irrelevantes. Vean: nuestro Tribunal Constitucional está viendo qué hace con los colegios del Opus Dei que separa a los niños por sexos, mientras en Europa hay varios países en los que el propio sistema público los tiene divididos si la escuela así lo desea.

A mí siempre me impresionaron estas tensiones sociales que a veces pueden llegar a ser violentas por cosas que no muy lejos son aceptadas sin ser cuestionadas. Tal vez la primera vez que recuerdo este contraste fue en Suecia: en cada casa había una enorme bandera nacional que en España habría resultado impensable. En otros países, en cambio, idolatran a su ejército, mientras aquí los militares tienen que apagar incendios para que algunos encuentren justificación a su existencia.

Ahora mismo, Baleares inicia una campaña electoral en la que nos van a vender como intocables cuestiones que en las que no creen ni los mismos que las pregonan. O cuyo posicionamiento bien podría ser el opuesto. Aún me acuerdo de que en los primeros pasos en la vida pública Podemos decía que estaba a favor del castellano en Baleares, lo cual fue después cortado de raíz. En España, el marxismo es nacionalista y la derecha es liberal si cuadra, porque su ideología se lo permite todo.

Aquí y ahora pienso así, pero mañana quién sabe. Tal vez por eso hoy los partidos políticos ya no exhiben ideología en sus nombres sino que son marcas: Podemos, Juntos por tal o cual, Ciudadanos, Proposta per les Illes. Paraguas donde cabe todo.