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En la historia del cine, sólo hay dos películas de miedo que han dado auténtico terror: El resplandor, con aquel enloquecido Jack Nicholson que introducía la cabeza por la puerta astillada del cuarto de baño para matar a su mujer; y El exorcista, que ahora cumple cincuenta espléndidos años. Son obras maestras de los ochenta y los setenta. Pero la segunda tiene todavía un punto más fascinante, casi hipnótico. Se basó en la novela homónima de Peter Blatty y, en contra de lo que suele ocurrir, la cinta de William Friedkin supera a la novela. Y narra un espeluznante caso real de posesión demoníaca, con ciertas licencias literarias que luego se trasladan a la pantalla. Ahora, cuando el mítico filme celebra su medio siglo, visto en perspectiva podemos concluir que ha envejecido divinamente, aunque quizás ése no sea el adverbio más adecuado para una película satánica. Todo en esa obra de arte es insuperable, glorioso.

Desde la música de Tubular Bells de Mike Olfield, que perfora cerebros con esa melodía machacona y diabólica, hasta las escenas que quedan grabadas a fuego de la poseída niña Regan vomitando ácido verde o girando la cabeza cual tiovivo de la Fira del Ram. O esa siniestra habitación, entre penumbras y gélida, donde levita sobre su cama la infeliz adolescente. Sin embargo, lo mejor de la cinta lo encarna el abnegado sacerdote que lleva a cabo el exorcismo, el padre Karras. Posiblemente, el único griego católico. Y un santo varón que se gana el cielo a pulso solo por soportar la avalancha de insultos de la deslenguada niña endemoniada: «Karras, tu madre está lamiendo…».