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Los niños hacen lo que ven, y lo que ven, merced a los dispositivos tecnológicos que usan sin vigilancia ni control, es pornografía. Esto ya sería suficiente para que su descubrimiento de la sexualidad por ese medio, sexo sin gracia, sin amor y a menudo sin respeto ni consentimiento, distorsione fatalmente su aprendizaje, pero los niños ven más cosas, cuanto a su alrededor lastima su inocencia o la mata antes de tiempo.

Las escalofriantes noticias sobre el vertiginoso aumento de las agresiones sexuales perpetradas por menores a otros menores, comunmente de chicos en grupo contra chicas de 11, 12, 13 o 14 años, sitúan a la sociedad ante el mapa de unas patrias, las de los niños y adolescentes que violan, que solo mediante la violencia y el abuso son capaces de relacionarse con otras, y nadie sabe qué hacer con ese siniestro mapa. Lo cierto es que en los últimos años las agresiones sexuales de niños contra niñas se han disparado, particularmente las grupales, en las que los imberbes violadores creen diluida su responsabilidad individual y ponen a prueba su incipiente y ya tarada ‘hombría'. El penúltimo caso, el de la violación grupal de dos niñas de 13 años en Logroño, durante hora y media, por parte de diez niños, cinco de ellos menores de 14 años, espanta, pero también espanta la ausencia de medidas eficaces de prevención de esos delitos que, sobre quedar impunes por la edad de los delincuentes, destrozan a las víctimas obligándolas a pertenecer de por vida a una patria devastada, a una patria que no es la suya.

La realidad de que hay niños violadores, cada vez más, conmociona, pero a la conmoción deberían suceder las acciones para evitarlo. La banalización de la sexualidad y su consiguiente empudrimiento a que les ha conducido lo que ven, pornogarfía en sus móviles y miseria moral en su entorno en tantos casos, explica en parte esa epidemia criminal, pero, ¿cómo velar por la integridad de las patrias de las niñas? ¿Cómo restituírselas a las que se las han robado?