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Este mes han coincidido en las estrechas calles de la ciudad vieja de Jerusalén los devotos de Cristo cumpliendo con los rituales de la Semana Santa, los de Yahvé con la Pascua judía y los de Alá en pleno Ramadán. En la que se considera ciudad más sagrada del mundo apenas han tenido ocasión de pararse a rezar, cada uno a su dios particular, mientras policías detenían a multitudes, militares ordenaban lanzar misiles aquí y allá y el resto del mundo contemplaba con la boca abierta cómo todos ellos se hinchan a enviar mensajes de paz y concordia al mismo tiempo que se acuchillan, atropellan o asesinan directamente. La religión ha ocupado muchos titulares, páginas y fotos estos días, aunque en gran parte de las celebraciones lo que se observa es más el fiel cumplimiento de una tradición –como las fiestas de moros y cristianos o las comilonas navideñas– que la puesta en práctica de unas creencias. De otro modo no se explica que cuando entras en una iglesia la encuentres vacía o, a veces, con cuatro ancianos que todavía oran.

Me pregunto si las jóvenes generaciones de judíos y musulmanes están más apegados a los sentimientos religiosos que los cristianos, aunque me dicen que la mayoría se salta a la torera muchos de sus preceptos en cuanto a comida, bebida y atuendo, por ejemplo. Como atea, miro esas cuestiones –las de cualquier credo– desde la barrera y me resultan del todo incomprensible las primitivas muestras de devoción que exhiben en televisión de los lugares donde se viven con mayor intensidad. Quién sabe hacia dónde se dirigirá el mundo, pero a nivel global no parece que los dogmas religiosos vayan a pasar a la historia pronto. Lo que, sin duda, nos abocará a más odio y violencia.