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Buen conocedor de mis manías, mi hijo me pasó hace días un libro acerca de la precisión, el afán desmedido de precisión más exactamente, del periodista británico Simón Winchester y titulado Los perfeccionistas. En la portada hay un dibujo del fascinante calibrador vernier, también llamado pie de rey, que sirve para medir grosores, diámetros exteriores, interiores y profundidades, con piezas móviles y escala milimétrica. Un instrumento de precisión que se remonta a la China de la dinastía Han (200 años a. C.), y que junto a la regla de cálculo logarítmica y el compás, evidencia la pasión humana por las medidas exactas. Yo de joven tenía un calibrador así, y lo llevaba a todas partes para calibrar frutas y hortalizas, así como textos, ideas, libros y hasta sentimientos (Flaubert es de grueso calibre, pero escasa profundidad). También me servía para ligar en el bar de la Facultad de Filosofía, pues al ver asomar el calibrador del bolsillo superior de la chaqueta, las estudiantes suponían que yo era concienzudo, medía mis palabras y pensamientos, y no me iba con cualquiera. Que valoraba la precisión, en fin, una virtud entonces muy valorada. El caso es que todavía no he abierto el libro de mi hijo, sólo miro la portada, entre embelesado y melancólico. Porque aunque sigo siendo un devoto de la precisión como motor de la civilización humana, sobre todo la precisión idiomática y literaria, el tiempo pasa factura, y he aprendido que también la precisión tiene sus pros y sus contras, sus más y sus menos. Desde que en física manda el principio de indeterminación de Heisenberg, y ya hace un siglo, la imprecisión se ha adueñado de todos los discursos intelectuales, políticos y científicos; la gramática es ahora imprecisa, y no digamos la literatura. Esto me irritó durante décadas, hasta que calculé que si la precisión es fundamental, cierta imprecisión debe ser necesaria para que el cielo no se desplome sobre nosotros. Cuánta es la cuestión. Porque la que exhiben nuestros líderes políticos es terrorífica. Ah, qué difícil es precisar la imprecisión precisa en cada caso. Temo que el libro, cuya portada estoy mirando, no lo aclare. Por eso aún no me he atrevido a abrirlo.