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En Lima, una niña de diez años, el 18 de junio de 1992, me dedicó el recitado del poema titulado «Hay golpes en la vida, tan fuertes». La serranita, por su dicción perfecta, me encandiló, al tiempo que el autor del poema, César Vallejo, quedó instalado en mi corazón. Lo tomé como un reto: el poeta era muy difícil de entender, pero lo que se lograba entender era genial; convencido de que los vocablos unívocos del diccionario no alcanzaban a nombrar el dolor del mundo, optó por tronchar términos, quebrar ortografías, degollar sintaxis. Vallejo es el autor que, refiriéndose a la estatua manqueada de Venus de Milo, estampó este verso: «Esta existencia que todaviíza perenne imperfección» (Trilce XXXVI, 11). Ese «todaviíza» resulta una inspirada transgresión gramatical.

Hablo de un rasgo que mucho caracteriza la administración pública: la todaviízación de sus resoluciones. «¿Ya podemos poner fecha a la inauguración?» ¡Todaviía! «¿Cuándo darán respuesta a mi solicitud?» ¡Todaviía! «¿Qué, ya?» No, falta un permiso. «¿Ahora, ya sí?» Falta una cédula. «¿Faltará algo más, luego?». Faltará luego todaviía un certificado. Y así pasan los días. «¿Al fin, no?». Casi, falta un sello. Y así no son los días los que pasan, son los años los que van pasando. Todo no es más que «esta perenne imperfección» del Estado que sacraliza su flema y ritualiza la parsimonia. O sea, la burocracia.