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Siempre me ha llamado la atención el mercado del lujo porque me resulta completamente marciano, un absurdo. Entiendo el deseo de alguien de comprar una obra de arte sublime que le alegrará la vida día tras día al contemplarla; de construirse una casa de ensueño, bella y confortable; de viajar a bordo de un jet privado que te evite las molestias de coger un vuelo comercial. Sin embargo, caprichos como llevar en la muñeca un reloj de setenta mil euros no lo comprendo, igual que me parece muy cateto conducir uno de esos deportivos de altísima gama que solo sirven para llamar la atención y llevar ropa de firmas populares con la marca enorme a la vista de todos. Digamos que lo refinado me seduce, mientras lo ostentoso me echa para atrás. Ningún problema, nunca tendré acceso a ninguna de las dos opciones, y tan feliz. Lo que tiendo a pensar es que si eres un futbolista, tenista o actor famosísimo y te compras –o la casa te regala– un relojazo del copón que cuesta un dineral y te gusta y lo luces encantado, no creo que sea tan drama perderlo. O que te lo roben. Como le ha ocurrido a Grigor Dimitrov. Hombre, a nadie le hace gracia ser víctima de un robo, menos si es violento, pero una persona que cada año ingresa dos millones de euros –pongamos por caso– no debe sentir mucho la pérdida de setenta mil. Es lo que gana en doce días. En este mundo injusto y de una desigualdad dolorosa, los que están tan tan tan arriba apenas logran despertar empatía o compasión entre los de abajo, a menos que les ocurran cosas terribles. Que te roben el peluco no es una de ellas, especialmente si no sale herido más que tu orgullo y tu bolsillo. En cinco minutos le regalarán otro o irá a comprarlo. Quizá más caro, incluso.