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Si realmente viviéramos en una democracia perfecta la responsabilidad de lo que ocurre con lo político debería ser nuestra, quienes formamos el censo electoral; por votar como votamos. Han transcurrido cuarenta y cinco años de la instauración de la democracia en España, empezando a ser hora, pues, de asumir pleno protagonismo político y consiguientemente votar eligiendo con la máxima responsabilidad a nuestros representantes. Acto genuinamente democrático, que confiere la legitimidad de ‘título’a los elegidos. Legitimidad que para ser completa debe unírsele la de ‘ejercicio’. Conjunción que no se da automáticamente. Pues consiste en hacer uso del poder concedido con equidad y prudencia en el día a día. No es fácil, pero es condición sine qua non para la plena legitimidad del elegido.

En España, en orden a la legitimidad, empezamos una clara involución, en la que seguimos, inmediatamente después del 11-M. No solo elegimos mal entonces, sino que fuimos contumaces. Zapatero fue presidente nada menos que dos mandatos consecutivos. Lo que da la medida de la decadencia. Después Rajoy, otro que tal; que tuvo el encargo de enmendar la situación por mayoría absoluta y no arregló nada. Y, cuando creíamos que era imposible empeorar, apareció Sánchez, el resistente colado en el sistema a través de una moción de censura, bajo palabra de no pactar con comunistas, ni golpistas ni filo etarras.

Lo que sin embargo hizo al día siguiente. Iniciando un periplo de demagogia y populismo difícilmente superables; con deconstrucción de los pilares de la nación. A quien de haberlo podido conocer Jonathan Swift, habría citado, sin duda, como personaje de referencia en su Arte de la mentira política, pues cada día miente más y con mayor soltura. Y no pasa nada. No dimite ni en su peor pesadilla; como sería normal, por lo menos después de que el Tribunal Constitucional dictaminara que del modo que llevó a cabo el confinamiento conculcó derechos fundamentales a todos sus gobernados; sí, a todos, no es hipérbole. Habiéndonos conducido, por ende, en su ejercicio, hasta la última posición en renta per cápita de Europa y a otros infortunios. Despilfarrando gran parte de los impuestos que nos arranca con voracidad inusitada. Entretanto vivimos una praxis socialmente suicida, descriptible como lo hace el conde de Gloucester en El rey Lear de    Shakespeare, cuando dice que: «es el mal de estos tiempos, que los locos guíen a los ciegos». Eran ciertamente, aquellos, tiempos de calamidad.