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Las guerras, los conflictos armados confrontan a los ciudadanos, a los pueblos y a las naciones con delicados dilemas morales que no siempre tienen fácil solución. Ante la barbarie, se alza a menudo la voz de la conciencia del intelectual, del moralista que exige una acción inmediata para terminar con la violencia. Mientras, el político tiene que buscar los instrumentos necesarios para poder intervenir eficazmente en la resolución del conflicto. La invasión de Ucrania y la guerra desencadenada desde entonces sacude las conciencias de la gente y entre ellas las de ilustres moralistas y pensadores que claman por regresar a la paz perdida. Hacen bien, no podemos perder las referencias éticas en los momentos difíciles. Sin embargo, una cosa es predicar y otra dar trigo. Convertir los deseos en acciones no siempre está al alcance de la política o de los políticos.

La política puede ser definida de muchas maneras, entre ellas, como «la administración de los recursos escasos». La gestión política no es ni omnipotente ni infinita. Un gobierno tiene que saber siempre cuales son las consecuencias de las medidas que adopte en orden a los medios de que dispone. Lo imposible no es una opción para el político salvo en la utopía que pueda imaginar.
El secretario general de la ONU, António Guterres, decía hace unos días que ahora no es posible la paz porque las dos partes creen que pueden ganar. He ahí uno de los límites de la acción política que el intelectual no se planteará nunca porque se moverá por un imperativo moral o ético y le parecerá que todo esfuerzo es poco.

En un debate entre un presidente del gobierno de cualquier país y un líder de una ONG, es fácil que convenza mucho más éste último que el gobernante. El político tiene que resolver el problema que plantee la ONG y cien mil más mientras que para el dirigente de la ONG solo hay una cuestión importante en el mundo, la suya. El buen intelectual suele hacer un razonamiento riguroso que convence por los valores que conlleva y con el que es fácil identificarse pero a menudo ignora o no contempla la cruda realidad sobre el terreno.

La bondad de su planteamiento no debe llevarnos a concluir una superioridad moral sobre el político que tiene que tomar las decisiones y que puede tener más elementos de juicio que el anterior.
No queremos guerras y estamos contra la violencia de manera generalizada pero cuando se desencadena un conflicto con un agresor claramente definido no es posible invocar el pacifismo ni exigir lo imposible. Hay que administrar lo que se tiene, no lo que no se tiene.