La Comisión Europea ha indicado que en España debe iniciarse un proceso deconsolidación fiscal en 2024. En palabras más directas: limitar el crecimiento del gasto público en un 2,6 %, para ancorar el déficit en el 3 %. Se indica, además, que se deberían eliminar ayudas energéticas a fines de 2023, e impulsar las inversiones derivadas del Next Generation. El tema forma parte de las reglas fiscales que se están dirimiendo en el seno de la Comisión, que fijan su punto neurálgico, además, en los incrementos de las deudas públicas de los países.
La propuesta tiene sus contradicciones. En primer lugar, porque el aspecto de reducir la deuda pública, en el contexto en el que nos movemos, va a penalizar sobre todo a los países del sur de Europa, con niveles dispares de deuda pública sobre PIB, si bien que elevados (España tiene una ratio de 113 % sobre PIB). La disciplina fiscal va a ayudar, sobre todo, a Alemania, con clara ventaja competitiva para financiar internamente –sin recurrir a préstamos extranjeros– su política económica. Un ejemplo: el programa alemán para subsidiar inversiones y proyectos energéticos para su industria, una acción que sin duda incrementará la deuda germánica. Pero que, en este caso, se ve con benevolencia, una acción que no ha gustado a otros países comunitarios. La noción de que existen situaciones dispares en el seno de la Unión urgiría a arbitrar planes más mutualizados, de carácter más confederal, en un mundo cambiante en esta nueva fase de la globalización.
En segundo término, es difícil conjugar dos verbos que aparecen en las directrices de Bruselas: recortar (o ajustar) e invertir. En esta coyuntura, lo razonable sería concretar un paquete potente de bienes públicos en el marco de la Unión Europea, que siguiera la senda de los proyectos iniciados –y que deben continuar hasta 2026– del Next Generation. Las inversiones desplegadas y liquidadas van a potenciar la recaudación fiscal y, por tanto, hacer más sostenibles las deudas públicas de los países.
La contracción inversora, impelida por la necesidad de controlar el gasto público, tendrá como consecuencias evidentes –ya demostradas en el curso de la Gran Recesión– la caída de las recaudaciones tributarias y, por ende, la mayor necesidad de endeudamiento para afrontar los retos de los gobiernos.
En tercer lugar, no se debe perder de vista el ciclo económico en el que estamos insertos: todavía existen amenazas tangibles para una recuperación más sólida de la economía europea –la persistencia de la guerra, la inflación, el descontento de la población–, con lo que actuar con medidas pro-cíclicas, es decir, contractivas en este caso, puede resultar más lesivo para las economías.
En estas coordenadas, la política monetaria no ha de olvidar este contexto socioeconómico, teniendo bien presente que el primordial cometido, estatutario, de los bancos centrales es la vigilancia sobre la inflación. Las subidas de tipos de interés se deberían ralentizar y fijar un horizonte de desenlace: probablemente, a fines de este año, tanto para el caso de Estados Unidos como para el de la Unión Europea, si bien con ritmos diferentes.
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