TW
0

Conviene huir de la Isla en agosto. Buscar una escapatoria del calor implacable, del bullicio armado de cucuruchos de helado y ansioso de huevos revueltos con aguacate, del aeropuerto atestado de pasajeros como si fuesen termitas, de la playa infestada donde no cabe la toalla sin rozarte los muslos con Petra o Henry. Niño, no le robes la pala a mi hija. Qué hartura de turismo, por favor, que hasta me los encuentro en el Mercadona de mi barrio. Los turistas son cómodos cuando están en sus rediles pero molestan en cuanto se escapan y vienen a tu calle, a la puerta del vecino, al bar de la esquina.
Así que una vez que tengo asegurado hueco en el barco, toca investigar las rutas de huida hacia el norte. Más allá de los Pirineos. Hacia arriba y más allá. Francia está a poco más de dos horas en coche desde el puerto de Barcelona, es una buena opción.

Tras una investigación y seis horas al volante para huir del calor, hay una serie de pueblos escondidos en un parque natural francés. Hasta luego turistas, me voy a un escondite secreto. Bueno, en realidad no es tan secreto porque sale en todas las guías de viaje, en reportajes de El País y National Geographic y ahora tengo a una amiga allí de avanzadilla que cuelga fotos en Instagram. Huyo del turista viajando pero no soy como los demás, que conste. Investigo, rebusco, miramos películas ambientadas en la zona, escudriñamos el libro Un viaje a Francia del gastrónomo Néstor Luján. Los hoteles están carísimos en agosto, toca pensión o cámping. Y pasearemos por la plaza del pueblo, las calles más pintorescas, catedrales y templos. Pero ojo, no soy turista como los demás: soy viajera. Como todos.