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Hubo un tiempo olvidado en el que los carlistas mantuvieron a España en guerra durante más de cuarenta años, provocando el atraso endémico que asola el país y que arrastró hasta finales del XX. Ya a nadie le interesa la historia y esos asuntos decimonónicos, mucho menos. Hemos recorrido ya casi un cuarto del siglo XXI y, esperpénticamente, hay quienes añoran épocas pasadas y esas mismas ansias carlistas –y franquistas– de volver atrás, de desandar lo andado y retroceder en derechos, avances y conquistas de todo tipo. Lo que se suele llamar evolución o progreso, aunque a muchos estas palabras les provocan urticaria. Ahora, el resultado de las elecciones municipales y autonómicas ha dibujado un mapa nuevo en el que aparecen puntos cuanto menos curiosos. El hecho de que un torero dirija la cultura de un territorio no puede provocar más que lágrimas y vergüenza ajena. Pero hay más. El señor que va a presidir el Parlament balear se considera libertario, una palabra requetegastada que ha perdido prácticamente su esencia. No creo que ningún individuo que cree en la auténtica libertad se afilie a un partido político, tampoco que asuma la suprema potestad de un líder nacional –y mucho menos del tipo Santiago Abascal, que luce formas y discursos más propios de un legionario que de un político– y que asimile la disciplina de grupo aunque discrepe. La de Aragón va un poco de lo mismo: atacar el feminismo, negar el cambio climático... En fin, defender lo indefendible y llamar la atención con boutades que atraen a la prensa. Lo lamentable es que estamos en 2023 y a todos estos lo que les gustaría, como a los viejos carlistas, es que España retrocediera a sus tiempos más oscuros. Lo van a conseguir.