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Habrá pocos momentos comparables, y al alcance de (casi) cualquiera, al de sentarte a observar cómo empieza todo. Porque todo empieza cada día, y sin otros pactos que los que los que tú y tu yo cerráis. Un día cualquiera, de esos de finales de junio (cuando han terminado ya las clases en los colegios) o de principios de julio (también en este mes de julio extraño) te levantas poco después de que el sol asome y te pones un poco en el lugar de Dios (si eres creyente y no te parece abominable esa suplantación) después de crear el mundo y observarlo todo antes de descansar; o en el de quien, desde la ciencia, hubiera tenido el privilegio de asistir a los primeros instantes del Big Bang. Te levantas, pongamos que no oyes nada (ni siquiera tus pasos porque vas sin zapatos) y que el primer sonido de la mañana es el del bote de café al abrir y luego, el casi imperceptible de una cucharilla arrastrándolo al pequeño embudo de la cafetera.

Y que mientras ocurre ese primer momento de la creación (el que convertirá el polvo de café en líquido) te asomas a una ventana y escuchas la nada. O te aventuras a salir y eliges un sitio abierto donde puedas oír sonidos que vienen de algún lugar, como pueden ser los trinos de los pájaros o el de pequeñas hojas de colores distintos que van de un lado a otro. Y que allá intuyes que una puerta se abre y que alguien como tú, en ese preciso momento, está oficiando la misma ceremonia. Imagina que no miras la tele ni te importa lo que se grita por las redes y que estás en pleno campo o cerca del mar. Y que escuchas el sonido del mar llegando a la costa. Y que no hay nadie más. Y que si estás en el campo, toda una comunidad de seres aparentemente diminutos empiezan su jornada antes de que los pasos de otras personas que van acercándose les distraigan. Y que tienes todo un día por delante. Porque cada día empieza todo. Y tú le pones el color.