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D ice una leyenda urbana que la policía está para servir y proteger. Y quizá, en algunas ocasiones, ocurra. Pero en otras no. Y es tan grave que una cosa no compensa a la otra. Lo hemos visto una y otra vez en Estados Unidos, donde parece una constante, y ahora ha llegado a Francia, que revive sus días negros de 2005. La antaño civilizada y elegante Francia. Mientras en otros países desarrollados los agentes del orden no van armados más que con una porra, aquí ponemos pistolas en la mano de (casi) cualquiera. Muchos –sé que me caerán chuzos de punta por ello– de los que se integran en ejércitos y policías son personas violentas, agresivas y con problemas de autoridad. Por arte de birlibirloque pasan todas las pruebas y tests psicológicos y acaban con un arma al cinto que, en determinadas circunstancias –escasas, por suerte–, no se cortan un pelo en utilizar. Al chico francés se lo ha cargado un madero con ganas de guerra. Sin más.

No había peligro, no se vio amenazado. Simplemente, su chulería innata le impidió dejarse ganar por un chaval menor de edad que conducía sin carnet, que era moro y seguramente tan chulito como él. Pero uno iba armado y el otro no. Todo esto transcurre en un barrio inmigrante, donde miles de argelinos, marroquíes, tunecinos y de media Africa intentan sentirse franceses aunque se lo pongan difícil, porque para integrarse no bastan los papeles. La gran nación ha expoliado –y sigue– a sus colonias durante siglos, ha asumido cantidades ingentes de gentes de allí que llegan a la metrópoli con enormes esperanzas de desarrollo y lo que encuentran son guetos. Macron va a desplegar a 40.000 policías. Ojalá le basten. Porque los inmigrantes descontentos son muchos más. Millones.